Cuando, en 1991, Estonia se convirtió en un país independiente, sus líderes políticos visualizaron el futuro en algo tan abstracto como la codificación y los algoritmos.
En ese momento, la estabilidad que buscaban -con una economía avanzada, un alto nivel de vida y una tecnología puntera en el mundo- se asemejaba más a un sueño que a un proyecto real.
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